viernes, 31 de agosto de 2012

Bertrand Russell: sobre la paternidad


(Del libro La conquista de la felicidad)

De todas las instituciones que hemos heredado del pasado, ninguna está en la actualidad tan desorganizada y mal encaminada como la familia. El amor de los padres a los hijos y de los hijos a los padres puede ser una de las principales fuentes de felicidad, pero lo cierto es que en estos tiempos las relaciones entre padres e hijos son, en el 90 por ciento de los casos, una fuente de infelicidad para ambas partes, y en el 99 por ciento de los casos son una fuente de infelicidad para al menos una de las dos partes. Este fracaso de la familia, que ya no proporciona la satisfacción fundamental que en principio podría proporcionar, es una de las causas más profundas del descontento predominante en nuestra época. El adulto que desea tener una relación feliz con sus hijos o proporcionarles una vida feliz debe reflexionar a fondo sobre la paternidad; y después de reflexionar, debe actuar con inteligencia. El tema de la familia es demasiado amplio para tratarlo en este libro, excepto en relación con nuestro problema particular, que es la conquista de la felicidad. E incluso en relación con este problema, solo podemos hablar de mejoras que estén al alcance de cada individuo, sin tener que alterar la estructura social. Por supuesto, esta es una grave limitación, porque las causas de infelicidad familiar en nuestros tiempos son de tipos muy diversos: psicológicas, económicas, sociales, de educación y políticas. En los sectores más acomodados de la sociedad, dos causas se han combinado para hacer que las mujeres consideren la maternidad como una carga mucho más pesada que lo que era en tiempos pasados. Estas dos causas son: por una parte, el acceso de las mujeres solteras al trabajo profesional; y por otra parte, la decadencia del servicio doméstico. En los viejos tiempos, las mujeres se veían empujadas al matrimonio para huir de las insoportables condiciones de vida de las solteronas. La solterona tenía que vivir en casa, dependiendo económicamente, primero del padre y después de algún hermano mal dispuesto. No tenía nada que hacer para ocupar sus días y carecía de libertad para pasarlo bien fuera de las paredes protectoras de la mansión familiar. No tenía oportunidad ni inclinación hacia las aventuras sexuales, que consideraba una abominación excepto en el seno del matrimonio. Si, a pesar de todas las salvaguardas, perdía su virtud a causa de los engaños de algún astuto seductor, su situación se hacía lamentable en extremo. 
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La soltera moderna no considera necesario morir en estas circunstancias. Si ha tenido una buena educación, no le resulta difícil vivir con desahogo, y así no necesita la aprobación de los padres. Desde que los padres han perdido el poder económico sobre sus hijas, se abstienen mucho más de expresar su desaprobación moral de lo que estas hacen; no tiene mucho sentido regañar a una persona que no se va a quedar a que la regañen. De este modo, la joven soltera que tiene una profesión puede ya, si su inteligencia y su atractivo no están por debajo de la media, disfrutar de una vida agradable en todos los aspectos, con tal de que no ceda al deseo de tener hijos. Pero si se deja vencer por este deseo, se verá obligada a casarse y casi con seguridad perderá su empleo. Y entonces descenderá a un nivel de vida mucho más bajo que aquel al que estaba acostumbrada, porque lo más probable es que el marido no gane más de lo que ganaba ella antes, y con eso hay que mantener a toda una familia en lugar de a una mujer sola. Después de haber gozado de independencia, le resulta humillante tener que mirar hasta el último céntimo en los gastos necesarios. Por todas estas razones, a estas mujeres les cuesta decidirse a ser madres. La que, a pesar de todo, da el paso, tiene que afrontar un nuevo y abrumador problema que no tenían las mujeres de anteriores generaciones: la escasez y mala calidad del servicio doméstico. Como consecuencia, queda atada a su casa, obligada a realizar mil tareas triviales, indignas de sus aptitudes y su formación; y si no las hace ella misma, se amarga el carácter riñendo a criadas negligentes. En lo referente al cuidado físico de los hijos, si se ha tomado la molestia de informarse bien del asunto, decidirá que es imposible, sin grave riesgo de desastre, confiar los niños a una niñera o incluso dejar en manos de otros las más elementales precauciones en cuestión de limpieza e higiene, a menos que pueda permitirse pagar a una niñera que haya estudiado en alguna institución cara. Abrumada por una masa de detalles insignificantes, tendrá mucha suerte si no pierde pronto todo su encanto y tres cuartas partes de su inteligencia. Muy a menudo, por el mero hecho de estar realizando tareas necesarias, estas mujeres se convierten en un fastidio para sus maridos y una molestia para sus hijos. Cuando llega la noche y el marido vuelve del trabajo, la mujer que habla de sus problemas domésticos resulta aburrida, y la que no habla parece distraída. En relación con los hijos, los sacrificios que tuvo que hacer para tenerlos están tan presentes en su mente que es casi seguro que exija una recompensa mayor de la que sería lógico esperar; y el constante hábito de atender a detalles triviales la volverá quisquillosa y mezquina. Esta es la más perniciosa de todas las injusticias que tiene que sufrir: que precisamente por cumplir con su deber para con su familia pierde el cariño de esta, mientras que si no se hubiera preocupado por ellos y hubiera seguido siendo alegre y encantadora, probablemente la seguirían queriendo.3
Estos problemas son básicamente económicos, lo mismo que otro que es casi igual de grave. Me refiero a las dificultades para encontrar vivienda, a consecuencia de la concentración de población en las grandes ciudades. En la Edad Media, las ciudades eran tan rurales como lo es ahora el campo. 
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Los pueblos no eran muy grandes, era fácil salir de ellos y no era nada raro que muchas casas tuvieran huertos. En la Inglaterra actual, la preponderancia de la población urbana sobre la rural es absoluta. En Estados Unidos esta preponderancia no es aún tan grande, pero va aumentando con rapidez. Ciudades como Londres y Nueva York son tan grandes que se tarda mucho tiempo en salir de ellas. Los que viven en la ciudad suelen tener que conformarse con un piso que, por supuesto, no tiene ni un centímetro cuadrado de tierra al lado, y la gente con pocos medios económicos tiene que conformarse con un espacio mínimo. Si hay niños, la vida en un piso es dura. No hay espacio para que los niños jueguen, ni hay espacio para que los padres escapen del ruido que hacen los niños. Como consecuencia, los profesionales tienden cada vez más a vivir en los suburbios. Indudablemente, esto es mejor desde el punto de vista de los niños, pero aumenta considerablemente la fatiga del padre y disminuye mucho su participación en la vida familiar.
Sin embargo, no es mi intención comentar estos graves problemas económicos, ya que son ajenos al problema que nos interesa: qué puede hacer el individuo aquí y ahora para encontrar la felicidad. Nos aproximaremos más a este problema si consideramos las dificultades psicológicas que existen actualmente en las relaciones entre padres e hijos. Dichas dificultades forman parte de los problemas planteados por la democracia. [...]

El cambio en las relaciones entre padres e hijos es un ejemplo particular de la expansión general de la democracia. Los padres ya no están seguros de sus derechos frente a sus hijos; los hijos ya no sienten que deban respeto a sus padres. La virtud de la obediencia, que antes se exigía sin discusión, está pasada de moda, y es justo que así sea. El psicoanálisis ha aterrorizado a los padres cultos, que temen hacer daño a sus hijos sin querer. Si los besan, pueden generar un complejo de Edipo; si no los besan, pueden provocar ataques de celos. Si ordenan a los hijos hacer ciertas cosas, pueden inculcarles un sentimiento de pecado; si no lo hacen, los niños pueden adquirir hábitos que los padres consideran indeseables. Cuando ven a su bebé chupándose el pulgar, sacan toda clase de aterradoras inferencias, pero no saben qué hacer para impedírselo. La paternidad, que antes era un triunfal ejercicio de poder, se ha vuelto timorata, ansiosa y llena de dudas de conciencia. Se han perdido los sencillos placeres del pasado, y eso ha ocurrido precisamente en un momento en que, debido a la nueva libertad de las mujeres solteras, la madre ha tenido que sacrificar mucho más que antes al decidirse a ser madre. En estas circunstancias, las madres conscientes exigen muy poco a sus hijos, y las madres inconscientes les exigen demasiado. Las madres conscientes reprimen su cariño natural y se vuelven tímidas; las inconscientes buscan en sus hijos una compensación por los placeres a los que han tenido que renunciar. En el primer caso, la parte afectiva del niño queda desatendida; en el segundo, recibe una estimulación excesiva. En ninguno de los dos casos queda nada de aquella felicidad simple y natural que la familia puede proporcionar cuando funciona bien. En vista de todos estos problemas, ¿es de extrañar que disminuya la tasa de natalidad? El descenso de la tasa de natalidad en la población en general ha alcanzado un punto que índica que la población empezará pronto a decrecer, pero entre las clases acomodadas este punto se superó hace mucho, no solo en un país, sino en prácticamente todos los países más civilizados. [...] No cabe duda de que la civilización creada por las razas blancas tiene esta curiosa característica: a medida que los hombres y las mujeres la adoptan, se vuelven estériles. Los más civilizados son los más estériles; los menos civilizados son los más fértiles; y entre los dos hay una gradación continua. En la actualidad, los sectores más inteligentes de las naciones occidentales se están extinguiendo. Dentro de pocos años, las naciones occidentales en conjunto verán disminuir sus poblaciones, a menos que las repongan con inmigrantes de zonas menos civilizadas. Y en cuanto los inmigrantes absorban la civilización de su país adoptivo, también ellos se volverán relativamente estériles. Está claro que una civilización con esta característica es inestable; si no se la puede inducir a reproducirse, tarde o temprano se extinguirá y dejará sitio a otra civilización en que el instinto de paternidad haya conservado la fuerza suficiente para impedir que la población disminuya.

En todos los países occidentales, los moralistas oficiales han procurado resolver este problema mediante exhortaciones y sentimentalismos. 
[...] 
Muy pocos hombres y mujeres tendrán hijos movidos por su sentido del deber social, aunque estuviera claro que existe dicho deber social, que no lo está. Cuando los hombres y las mujeres tienen hijos, lo hacen porque creen que los hijos contribuirán a su felicidad o porque no saben cómo evitarlo. Esta última razón todavía influye mucho, aunque su influencia va disminuyendo rápidamente. Y no hay nada que el Estado y las Iglesias puedan hacer para evitar que esta tendencia continúe. Por tanto, si se quiere que las razas blancas sobrevivan, es necesario que la paternidad vuelva a ser capaz de hacer felices a los padres.

Si consideramos la condición humana prescindiendo de las circunstancias actuales, creo que está claro que la paternidad es psicológicamente capaz de proporcionar la mayor y más duradera felicidad que se puede encontrar en la vida. Sin duda, esto se aplica más a las mujeres que a los hombres, pero también se aplica a los hombres mucho más de lo que tienden a creer casi todos los modernos. Es algo que se da por supuesto en casi toda la literatura anterior a nuestra época. Hécuba se preocupa más de sus hijos que de Príamo; MacDuff quiere más a sus hijos que a su esposa. En el Antiguo Testamento, hombres y mujeres desean fervientemente dejar descendencia; en China y Japón esta actitud ha persistido hasta nuestros días. Se dirá que este deseo se debe al culto a los antepasados, pero yo creo que ocurre precisamente lo contrario: que el culto a los antepasados es un reflejo del interés que se pone en la persistencia de la familia. Volviendo a las mujeres profesionales de las que hablábamos hace poco, está claro que el instinto de tener hijos debe de ser muy fuerte, pues de lo contrario ninguna de ellas haría los sacrificios que son necesarios para satisfacerlo. En mi caso personal, la paternidad me ha proporcionado una felicidad mayor que ninguna otra de las que he experimentado. Creo que cuando las circunstancias obligan a hombres o mujeres a renunciar a esta felicidad, les queda una necesidad muy profunda sin satisfacer, y esto provoca una sensación de descontento e indiferencia cuya causa puede permanecer totalmente desconocida. Para ser feliz en este mundo, sobre todo cuando la juventud ya ha pasado, es necesario sentir que uno no es solo un individuo aislado cuya vida terminará pronto, sino que forma parte del río de la vida, que fluye desde la primera célula hasta el remoto y desconocido futuro. Como sentimiento consciente, expresado en términos rigurosos, está claro que esto conlleva una visión del mundo intelectual e hipercivilizada; pero como vaga emoción instintiva es algo primitivo y natural, y lo hipercivilizado es no sentirla. Un hombre capaz de grandes logros, tan notables que dejen huella en épocas futuras, puede satisfacer esta tendencia por medio de su trabajo, pero para los hombres y mujeres que carezcan de dotes excepcionales, el único modo de lograrlo es tener hijos. Los que han dejado que se atrofien sus impulsos procreativos se han separado del río de la vida, y al hacerlo corren grave peligro de desecarse. Para ellos, a menos que sean excepcionalmente impersonales, con la muerte se acaba todo. El mundo que habrá después de ellos no les interesa y por eso les parece que todo lo que hagan es trivial y sin importancia. Para el hombre o la mujer que tiene hijos y nietos y los quiere con cariño natural, el futuro es importante, por lo menos hasta donde duren sus vidas, no solo por motivos morales o por un esfuerzo de la imaginación, sino de un modo natural e instintivo. Y el hombre que ha podido extender tanto sus intereses, más allá de su vida personal, casi seguro que puede extenderlos aún más. Como a Abraham, le producirá satisfacción pensar que sus descendientes heredarán la tierra prometida, aunque esto tarde muchas generaciones en ocurrir. Y gracias a estos sentimientos, se salva de la sensación de futilidad que de otro modo apagaría todas sus emociones.
La base de la familia es, por supuesto, el hecho de que los padres sienten un tipo especial de cariño por sus hijos, diferente del que sienten entre ellos y del que sienten por otros niños. Es cierto que algunos padres tienen muy poco o ningún amor paterno, y también es cierto que algunas mujeres son capaces de querer a los niños ajenos casi tanto como quieren a los suyos propios. No obstante, sigue en pie el hecho general de que el amor de los padres es un tipo especial de sentimiento que el ser humano normal experimenta hacia sus propios hijos, pero no hacia ningún otro ser humano. Esta emoción la hemos heredado de nuestros antepasados animales. En este aspecto, me parece que la visión de Freud no era suficientemente biológica, pues cualquiera que observe a una madre animal con sus crías puede advertir que su comportamiento para con ellas sigue una pauta totalmente diferente de la de su comportamiento para con el macho con el que tiene relaciones sexuales. Y esta misma pauta diferente e instintiva, aunque en una forma modificada y menos definida, se da también en los seres humanos. Si no fuera por esta emoción especial, no habría mucho que decir sobre la familia como institución, ya que se podría dejar a los niños al cuidado de profesionales. Pero, tal como son las cosas, el amor especial que los padres sienten por sus hijos, siempre que sus instintos no estén atrofiados, tiene un gran valor para los padres mismos y para los hijos. Para los hijos, el valor del amor de los padres consiste principalmente en que es más seguro que cualquier otro afecto. Uno gusta a sus amigos por sus méritos, y a sus amantes por sus encantos; si los méritos o los encantos disminuyen, los amigos y los amantes pueden desaparecer. Pero es precisamente en los momentos de desgracia cuando más se puede confiar en los padres: en tiempos de enfermedad e incluso de vergüenza, si los padres son como deben ser. Todos sentimos placer cuando somos admirados por nuestros méritos, pero en el fondo solemos ser bastante humildes para darnos cuenta de que esa admiración es precaria. Nuestros padres nos quieren porque somos sus hijos, y esto es un hecho inalterable, de modo que nos sentimos más seguros con ellos que con cualquier otro. En tiempos de éxito, esto puede no parecer importante, pero en tiempos de fracaso proporciona un consuelo y una seguridad que no se encuentran en ninguna otra parte.

En todas las relaciones humanas es bastante fácil garantizar la felicidad de una parte, pero es mucho más difícil garantizar la felicidad de las dos. El carcelero puede disfrutar manteniendo encerrado al preso; el jefe puede gozar intimidando al empleado; el dictador puede disfrutar gobernando a sus súbditos con mano dura; y, sin duda, el padre a la antigua usanza disfrutaba instilando virtud a sus hijos con ayuda de un palo. Sin embargo, estos placeres son unilaterales; para la otra parte del negocio la situación es menos agradable. Hemos acabado por convencernos de que estos placeres unilaterales tienen algo que no resulta satisfactorio: creemos que una buena relación humana debería ser satisfactoria para las dos partes. Esto se aplica sobre todo a las relaciones entre padres e hijos, y el resultado es que los padres obtienen mucho menos placer que antes, mientras que los hijos sufren menos a manos de sus padres que en generaciones pasadas. Yo no creo que exista alguna razón real para que los padres obtengan menos felicidad de sus hijos que en otras épocas, aunque está claro que es lo que ocurre en la actualidad. Tampoco creo que exista ninguna razón para que los padres no puedan aumentar la felicidad de sus hijos. Pero esto exige, como todas las relaciones de igualdad a las que aspira el mundo moderno, cierta delicadeza y ternura, cierto respeto por la otra personalidad, y la belicosidad de la vida normal no favorece esto, ni mucho menos. [...]

La raíz primitiva del placer de la paternidad es dual. Por un lado está la sensación de que una parte del propio cuerpo se ha exteriorizado, prolongando su vida más allá de la muerte del resto de nuestro cuerpo, y con posibilidades de exteriorizar a su vez parte de sí misma del mismo modo, y de esta manera asegurar la inmortalidad del plasma germinal. Por otro lado hay una mezcla perfecta de poder y ternura. La nueva criatura está indefensa y sentimos el impulso de atender sus necesidades, un impulso que no solo satisface el amor de los padres por el niño, sino también el deseo de poder de los padres. Mientras el niño no pueda valerse por sí mismo, las atenciones que se le dedican no son altruistas, ya que equivale a proteger una parte vulnerable de uno mismo. [...]

miércoles, 22 de agosto de 2012

Russell: afecto y seguridad


Los que se enfrentan a la vida con sensación de seguridad son mucho más felices que los que la afrontan con sensación de inseguridad, siempre que esa sensación de seguridad no los conduzca al desastre. Y en muchísimos casos, aunque no en todos, la misma sensación de seguridad les ayuda a escapar de peligros en los que otros sucumbirían. Si uno camina sobre un precipicio por una tabla estrecha, tendrá muchas más probabilidades de caerse si tiene miedo que si no lo tiene. Y lo mismo se aplica a nuestro comportamiento en la vida. Por supuesto, el hombre sin miedo puede toparse de pronto con el desastre, pero es probable que salga indemne de muchas situaciones difíciles, en las que un tímido lo pasaría muy mal. Como es natural, este tipo tan útil de confianza en uno mismo adopta innumerables formas. Unos se sienten confiados en las montañas, otros en el mar y otros en el aire. Pero la confianza general en uno mismo es consecuencia, sobre todo, de estar acostumbrado a recibir todo el afecto que uno necesita. Y de este hábito mental, considerado como una fuente de entusiasmo, es de lo que quiero hablar en el presente capítulo.

Lo que causa esta sensación de seguridad es el afecto recibido, no el afecto dado, aunque en la mayor parte de los casos suele ser un cariño recíproco. Hablando en términos estrictos, no es solo el afecto, sino la admiración, lo que produce estos resultados. Las personas que por profesión tienen que ganarse la admiración del público, como los actores, predicadores, oradores y políticos, dependen cada vez más del aplauso. Cuando reciben el ansiado premio de la aprobación pública, sus vidas se llenan de entusiasmo; cuando no lo reciben, viven descontentos y reconcentrados. La simpatía difusa de una multitud es para ellos lo que para otros el cariño concentrado de unos pocos. El niño cuyos padres le quieren acepta su cariño como una ley de la naturaleza. No piensa mucho en ello, aunque sea muy importante para su felicidad. Piensa en el mundo, en las aventuras que le van ocurriendo y en las aventuras aún más maravillosas que le ocurrirán cuando sea mayor. Pero detrás de todos estos intereses exteriores está la sensación de que el amor de sus padres le protegerá contra todo desastre. El niño al que, por alguna razón, le falta el amor paterno, tiene muchas posibilidades de volverse tímido y apocado, lleno de miedos y autocompasión, y ya no es capaz de enfrentarse al mundo con espíritu de alegre exploración. Estos niños pueden ponerse a meditar sorprendentemente pronto sobre la vida, la muerte y el destino humano. Al principio, se vuelven introvertidos y melancólicos, pero a la larga buscan el consuelo irreal de algún sistema filosófico o teológico. El mundo es un lugar muy confuso que contiene cosas agradables y cosas desagradables mezcladas al azar. Y el deseo de encontrar una pauta o un sistema inteligible es, en el fondo, consecuencia del miedo; de hecho, es como una agorafobia o miedo a los espacios abiertos. Entre las cuatro paredes de su biblioteca, el estudiante tímido se siente a salvo. Si logra convencerse de que el universo está igual de ordenado, se sentirá casi igual de seguro cuando tenga que aventurarse por las calles. Si estos hombres hubieran recibido más cariño tendrían menos miedo del mundo y no habrían tenido que inventar un mundo ideal para sustituir al real en sus mentes.


Sin embargo, no todo cariño tiene este efecto de animar a la aventura. El afecto que se da debe ser fuerte y no tímido, desear la excelencia del ser amado más que su seguridad, aunque, por supuesto, no sea indiferente a la seguridad. La madre o niñera timorata, que siempre está advirtiendo a los niños de los desastres que pueden ocurrirles, que piensa que todos los perros muerden y que todas las vacas son toros, puede infundirles aprensiones iguales a las suyas, haciéndoles sentir que nunca estarán a salvo si se apartan de su lado. A una madre exageradamente posesiva, esta sensación por parte del niño puede resultarle agradable: le interesa más que el niño dependa de ella que su capacidad para enfrentarse al mundo. En este caso, lo más probable es que a largo plazo al niño le vaya aún peor que si no le hubieran querido nada. Los hábitos mentales adquiridos en los primeros años tienden a persistir toda la vida.

(Bertrand Russell, La Conquista de la Felicidad)

jueves, 9 de agosto de 2012

Bertrand Russell: sobre el amor

Uno de los capítulos más patéticos del señor Krutch trata del tema del amor. Parece que los Victorianos tenían un concepto muy elevado del amor, pero que nosotros, con nuestra sofisticación moderna, lo hemos perdido. «Para los Victorianos más escépticos, el amor cumplía algunas de las funciones del Dios que habían perdido. Ante él, muchos, incluso los más curtidos, se volvían místicos por un momento. Se encontraban en presencia de algo que despertaba en ellos esa sensación de reverencia que ninguna otra cosa produce, algo ante lo que sentían, aunque fuera en lo más profundo de su ser, que se le debía una lealtad a toda prueba. Para ellos, el amor, como Dios, exigía toda clase de sacrificios; pero, también como Él, premiaba al creyente infundiendo en todos los fenómenos de la vida un significado que aún está por analizar. Nos hemos acostumbrado —más que ellos— a un universo sin Dios, pero aún no nos hemos acostumbrado a un universo donde tampoco haya amor, y sólo cuando nos acostumbremos nos daremos cuenta de lo que significa realmente el ateísmo». Es curioso lo diferente que parece la época victoriana a los jóvenes de nuestro tiempo, en comparación con lo que parecía cuando uno vivía en ella. Recuerdo a dos señoras mayores, ambas típicas de ciertos aspectos del período, que conocí cuando era joven. Una era puritana y la otra seguidora de Voltaire. La primera se lamentaba de que hubiera tanta poesía que trataba del amor, siendo éste, según ella, un tema sin interés. La segunda comentó: «De mí, nadie podrá decir nada, pero yo siempre digo que no es tan malo violar el sexto mandamiento como violar el séptimo, porque al fin y al cabo se necesita el consentimiento de la otra parte». Ninguna de estas opiniones coincidía con lo que el señor Krutch presenta como típicamente Victoriano. Evidentemente, ha sacado sus ideas de ciertos autores que no estaban, ni mucho menos, en armonía con su ambiente. El mejor ejemplo, supongo, es Robert Browning. Sin embargo, no puedo evitar estar convencido de que hay algo que atufa en su concepto del amor.

Gracias a Dios, la más ruin de sus criaturas
puede jactarse de tener dos facetas en su alma:
una con la que se enfrenta al mundo
y otra que mostrar a una mujer cuando la ama.

Esto da por supuesto que la combatividad es la única actitud posible hacia el mundo en general. ¿Por qué? Porque el mundo es cruel, diría Browning. Porque no te aceptará con el valor que tú te atribuyes, diríamos nosotros. Una pareja puede formar, como hicieron los Browning, una sociedad de admiración mutua. Es muy agradable tener a mano a alguien que siempre va a elogiar tu obra, tanto si lo merece como si no. Y no cabe duda de que Browning se consideraba un buen tipo, todo un hombre, cuando denunció a Fitzgerald en términos nada moderados por haberse atrevido a no admirar a Aurora Leigh. Pero no me parece que esta completa suspensión de la facultad crítica por ambas partes sea verdaderamente admirable. Está muy relacionada con el miedo y con el deseo de encontrar un refugio contra las frías ráfagas de la crítica imparcial. Muchos solterones aprenden a obtener la misma satisfacción en su propio hogar. Yo viví demasiado tiempo en la época victoriana para ser moderno según los criterios del señor Krutch. No he dejado de creer en el amor, ni mucho menos, pero la clase de amor en que creo no es del tipo que admiraban los Victorianos; es aventurero y siempre alerta, y aunque es consciente de lo bueno, eso no significa que ignore lo malo, ni pretende ser sagrado o santo. La atribución de estas cualidades al tipo de amor que se admiraba fue una consecuencia del tabú del sexo. Los Victorianos estaban plenamente convencidos de que casi todo el sexo es malo, y tenían que aplicar adjetivos exagerados a las modalidades que podían aprobar. Había más hambre de sexo que ahora, y esto, sin duda, hacía que la gente exagerara la importancia del sexo, como han hecho siempre los ascéticos. En la actualidad, atravesamos un período algo confuso, en el que mucha gente ha prescindido de los antiguos criterios sin adoptar otros nuevos. Esto les ha ocasionado diversos problemas, y como su subconsciente, en general, sigue creyendo en los viejos criterios, los problemas, cuando surgen, provocan desesperación, remordimiento y cinismo. No creo que sea muy grande el número de personas a las que les sucede esto, pero son de las que más ruido hacen en nuestra época. Creo que si comparásemos la juventud acomodada de nuestra época con la de la época victoriana, veríamos que ahora hay mucha más felicidad en relación con el amor, y mucha más fe auténtica en el valor del amor que hace sesenta años. Las razones que empujan al cinismo a ciertas personas tienen que ver con el predominio de los viejos ideales sobre el subconsciente y con la ausencia de una ética racional que permita a la gente de nuestros días regular su conducta. El remedio no está en lamentarse y sentir nostalgia del pasado, sino en aceptar valerosamente el concepto moderno y decidirse a arrancar de raíz, en todos sus oscuros escondites, las supersticiones oficialmente descartadas.

No es fácil decir en pocas palabras por qué valora uno el amor; no obstante, lo voy a intentar. El amor hay que valorarlo en primer lugar —y este, aunque no es su mayor valor, es imprescindible para todos los demás— como fuente de placer en sí mismo.

¡Oh, amor! Qué injustos son contigo
los que dicen que tu dulzura es amarga,
cuando tus ricos frutos son de tal manera
que no puede existir nada tan dulce.

El autor anónimo de estos versos no buscaba una solución para el ateísmo, ni la clave del universo; estaba simplemente pasándoselo bien. Y el amor no sólo es una fuente de placer, sino que su ausencia es una fuente de dolor. En segundo lugar, el amor hay que valorarlo porque acentúa todos los mejores placeres, como el de la música, el de la salida del sol en las montañas y el del mar bajo la luna llena. Un hombre que nunca haya disfrutado de las cosas bellas en compañía de una mujer a la que ama, no ha experimentado plenamente el poder mágico del que son capaces dichas cosas. Además, el amor es capaz de romper la dura concha del ego, ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro. Se han dado en el mundo, en diversas épocas, varias filosofías de la soledad, algunas muy nobles y otras menos. Los estoicos y los primeros cristianos creían que el hombre podía experimentar el bien supremo que se puede experimentar en la vida humana mediante el simple ejercicio de su propia voluntad o, en cualquier caso, sin ayuda humana; otros han tenido como único objetivo de su vida el poder, y otros el mero placer personal. Todos estos son filósofos solitarios, en el sentido de suponer que el bien es algo realizable en cada persona por separado, y no sólo en una sociedad de personas más grande o más pequeña. En mi opinión, todos estos puntos de vista son falsos, y no sólo en teoría ética, sino como expresiones de la mejor parte de nuestros instintos. El hombre depende de la cooperación, y la naturaleza le ha dotado, es cierto que no del todo bien, con el aparato instintivo del que puede surgir la cordialidad necesaria para la cooperación. El amor es la primera y la más común de las formas de emoción que facilitan la cooperación, y los que han experimentado el amor con cierta intensidad no se conformarán con una filosofía que suponga que el mayor bien consiste en ser independiente de la persona amada. En este aspecto, el amor de los padres es aún más poderoso, pero en los mejores casos el sentimiento parental es consecuencia del amor entre los padres. No pretendo decir que el amor, en su forma más elevada, sea algo común, pero sí sostengo que en su forma más elevada revela valores que de otro modo no se llegarían a conocer, y que posee en sí mismo un valor al que no afecta el escepticismo, por mucho que los escépticos incapaces de experimentarlo atribuyan falsamente su incapacidad a su escepticismo.

El amor verdadero es un fuego perdurable
que arde eternamente en la mente.
Nunca enferma, nunca muere, nunca se enfría,
nunca se niega a sí mismo.

Bertrand RUSSELL, La conquista de la felicidad.

miércoles, 4 de enero de 2012

El tiempo no es oro

No, no lo es, en contra de lo que nos quieren hacer creer los guionistas de la película "In Time". Algunas críticas hablan de esta película diciendo que, a pesar de partir de una buena idea, degenera en una mera película de persecuciones con chico, chica y malo de por medio.

La susodicha idea es, en líneas generales, que en un futuro no muy lejano la medicina ha avanzado lo suficiente como para evitar el envejecimiento, es decir, como para hacernos inmortales. Sin embargo, como eso de la eternidad iba a resultar un tanto aburrido, siempre con lo mismo, siempre con lo mismo (...) algún iluminado decidió dotar a cada humano de un reloj fosforito en el brazo izquierdo. Ese reloj marca el tiempo de vida que le queda a cada individuo, useasé que va descontándose. Sin embargo se puede conseguir tiempo extra, como en los videojuegos; ¿cómo? pues a través de la muñeca derecha; ¿de dónde? de la muñeca derecha de otra persona o de maquinitas dispensadoras de tiempo. Con estas premisas se construye todo un sistema económico, pues el tiempo se utiliza como moneda de cambio.

Esta idea de partida, curiosa, dota de un sentido completamente nuevo, a veces gracioso, a veces trágico, a frases como "no tengo tiempo que perder", "dame tiempo" o "¿tienes un minuto?" Pues es vida y dinero de aquello de lo que se está hablando.

La crítica que sostenemos contra la idea es que ésta ni siquiera es una buena idea, pues económicamente resulta inviable, aunque aparentemente resulte plausible, ideologizados, como estamos, por la vertiente financiera de la economía donde el dinero consiste en cifras que pasan de un sitio a otro constituyendo lo que se denomina flujos de capital. Es más, al igual que en la película, en la que los individuos mueren cuando el reloj les llega a cero, nuestra cuenta también puede llegar a cero y, quizá un poco más tarde, terminar muriendo nosotros.

La diferencia entre nuestra cuenta bancaria y el reloj de los habitantes del gueto de Dayton es que mientras que nuestras cifras van pasando a otras cuentas, las suyas se van perdiendo, desapareciendo en la nada. Curiosa propiedad de esa fantástica moneda: el tiempo.

Que nadie pretenda realizar un análisis de la película en términos económicos marxistas, pues las premisas de las que se parten son, precisamente, opuestas a las de Marx y, en general, a toda la Economía clásica. Y es que, según la Economía clásica, una de las propiedades más apreciadas de los elementos usados como moneda era, precisamente, su carácter no perecedero.

Cuando surgen los Estados y estos empiezan a acuñar monedas lo que necesitan es un elemento no perecedero y no consumible para controlar las cantidades que se emiten. En un momento muy posterior de la historia aparece el papel moneda, un papel que, aunque resistente, sí es perecedero y fácilmente destructible, pero para entonces los bancos centrales ya tenían métodos estadísticos para saber cuánto papel moneda desaparecía por unidad de tiempo. Muy posteriormente aparece el dinero electrónico, el que todos usamos hoy. Y sabemos que ese dinero va y viene pero no desaparece... Salvo en las pesadillas holywoodienses donde a algún sujeto bien situado y bien parecido le quitan su identidad y sus cuentas corrientes, o sea, le convierten en un cadáver andante, un zombi moderno.

El problema de una moneda que se consume o desaparece paulatinamente es que se revaloriza con relación a los demás productos: si antes con un euro se compraba un café, tras la revalorización se puede comprar dos. Lo cual supondría una devaluación de los productos, aunque esto, al ser igual para todos los productos no debería constituir un problema; el verdadero problema es que hay menos moneda para realizar las transacciones comerciales, es decir, falta de liquidez. Si a eso le añadimos el problema del crédito para la buena marcha de la economía, resulta que el crédito se reduciría. ¿Nos suena esto de algo? Aunque el problema actual no es que no haya dinero; es que los bancos no lo sueltan. Que se lo pregunten a los lorquinos, que después del terremoto los bancos no les dan los créditos que aprobó el Consorcio de Seguros.

Si la moneda desaparecía el banco central la reponía. En "In Time" la moneda desaparece, pero ¿quién la repone? Nadie, al menos no aparece en la película. Existen flujos de tiempo de las zonas ricas a las pobres. Pero, ¿de dónde sacan el tiempo las clases ricas? ¿lo poseen desde siempre? Los magnates consiguen el tiempo gracias a sus negocios. Podrán ser más o menos rácanos al pagar a los trabajadores, pero ese tiempo con el que pagan les pagan procederá de la venta de los productos que fabrican. Esas ventas se realizarán, fundamentalmente, en las zonas ricas, porque un trabajador del gueto que produzca una camisa, pongamos que en media hora, recibirá un salario de al menos la media hora consumida (para seguir vivo y trabajando durante media hora más) más un plus que gastará (como moneda) en las necesidades básicas (comida, alojamiento, ropa...), más otro plus que gastará (como tiempo de vida) en la satisfacción de dichas necesidades. Este monto de tiempo son los costes de producción de la camisa, con lo cual el trabajador del gueto no puede llegar a comprarla porque al menos el tiempo consumido en su propia vida ya lo habría gastado. Es sólo el plus que se le paga para cubrir sus necesidades aquello con lo que podría comprar otras cosas, pero sólo si el plus fuera superior a lo que cuestan los productos básicos. Ahora bien, ¿quién produce estos productos para que puedan salir tan baratos? ¿Máquinas? ¿Esclavos? Incluso los esclavos necesitan tiempo ¿Esclavos a los que nada se les paga y mueren en la cadena de montaje? Nada de esto aparece en la película. En cualquier caso nunca podría un trabajador llegar a comprarse algo producido por él mismo.

Para ser honestos, esto también lo decía Marx, pues sostenía que a los obreros siempre se les pagaba en el nivel de subsistencia y que esto era posible debido a que el ser humano es capaz de producir por encima del valor de los productos de subsistencia. Para Marx el valor de las cosas consiste en el tiempo medio (a nivel social) que cuesta producirlas, de modo que si los productos de subsistencia que un trabajador necesita para pasar un día cuestan tres horas de trabajo, él es capaz de producir durante diez horas; la diferencia es lo que se conoce por plusvalía. Lo mínimo que el empresario podría (en este caso) pagar al trabajador serían tres horas, lo máximo diez (en cuyo caso no obtendría beneficio). El empresario podría intentar vender las cosas por encima de su valor, pero debido a la competencia las cosas tienden a venderse por ese valor. Así pues, el beneficio que obtiene el empresario está en función de la plusvalía que se apropie. Según los marxistas el Estado del Bienestar consistiría en ir arañando al Capital la plusvalía de la que se apropia; el actual retroceso es la recuperación de terreno por parte del Capital.

[Al margen: según George Bataille la capacidad de generar plusvalía del trabajador se debe a que no se tienen en cuenta los tiempos de trabajo de los organismos animales y vegetales. Si se tuvieran en cuenta se vería que en realidad el saldo es negativo: en términos energéticos consumimos mucho más de lo que producimos, lo cual es lógico, pues en el proceso de producción se gasta energía en forma de calor cedido al ambiente. ]

Sin embargo, todo esto, de ser así, lo sería porque el tiempo aún siendo la magnitud del valor no es la moneda misma. La moneda sería el oro, por ejemplo, que rodaría de mano en mano sin que, por ello, perdiera valor. Pongámonos en una hipótesis, similar a la de la película, en la que el tiempo es un bien escaso pero no es la moneda misma, es decir, que podría utilizarse la moneda para comprar tiempo y alargar la vida de las personas.  ¿Soluciona esto el problema que teníamos? La moneda no se desgasta, es siempre la misma y siempre está en circulación, con lo cual se solucionan los problemas monetarios (falta de liqidez, deflación...). Pero no se soluciona el problema de fondo, que es el del valor de las cosas.

¿Cuánto apreciamos nuestro tiempo de vida? Probablemente la respuesta a esta pregunta esté en función de la inminencia de nuestra muerte: cuanto más cerca veamos a la parca más valor daremos al tiempo. Pero dar valor al tiempo supone, en primer lugar, aprovecharlo para hacer cosas verdaderamente importantes para nosotros; de modo que, si trabajásemos para ganar más tiempo de vida (tiempo inminente, no por ejemplo a cuatro años vista), al menos deberían pagarnos para conseguir el tiempo de trabajo del día siguiente, medios de vida para aguantar dicho día y un tiempo extra para descansar, consumir esos medios, etc (sin ese tiempo extra el ser humano no se distinguiría de una máquina en la cadena de montaje; incluso los esclavos tenían tiempo libre). Pero entonces estaríamos en la misma situación que en el caso anterior en el que el tiempo mismo es la moneda.

Así pues, al margen de que "In Time" nos presente una metáfora distópica del capitalismo financiero en el que la lucha por la vida es "a contra reloj", también nos ofrece un interesante material sobre el que reflexionar desde la perspectiva económica, una perspectiva que nunca podrá ser pura, sino que se encuentra íntimamente entrelazada con la política.