Uno de los capítulos más patéticos del señor Krutch trata del tema del amor. Parece que los Victorianos tenían un concepto muy elevado del amor, pero que nosotros, con nuestra sofisticación moderna, lo hemos perdido. «Para los Victorianos más escépticos, el amor cumplía algunas de las funciones del Dios que habían perdido. Ante él, muchos, incluso los más curtidos, se volvían místicos por un momento. Se encontraban en presencia de algo que despertaba en ellos esa sensación de reverencia que ninguna otra cosa produce, algo ante lo que sentían, aunque fuera en lo más profundo de su ser, que se le debía una lealtad a toda prueba. Para ellos, el amor, como Dios, exigía toda clase de sacrificios; pero, también como Él, premiaba al creyente infundiendo en todos los fenómenos de la vida un significado que aún está por analizar. Nos hemos acostumbrado —más que ellos— a un universo sin Dios, pero aún no nos hemos acostumbrado a un universo donde tampoco haya amor, y sólo cuando nos acostumbremos nos daremos cuenta de lo que significa realmente el ateísmo». Es curioso lo diferente que parece la época victoriana a los jóvenes de nuestro tiempo, en comparación con lo que parecía cuando uno vivía en ella. Recuerdo a dos señoras mayores, ambas típicas de ciertos aspectos del período, que conocí cuando era joven. Una era puritana y la otra seguidora de Voltaire. La primera se lamentaba de que hubiera tanta poesía que trataba del amor, siendo éste, según ella, un tema sin interés. La segunda comentó: «De mí, nadie podrá decir nada, pero yo siempre digo que no es tan malo violar el sexto mandamiento como violar el séptimo, porque al fin y al cabo se necesita el consentimiento de la otra parte». Ninguna de estas opiniones coincidía con lo que el señor Krutch presenta como típicamente Victoriano. Evidentemente, ha sacado sus ideas de ciertos autores que no estaban, ni mucho menos, en armonía con su ambiente. El mejor ejemplo, supongo, es Robert Browning. Sin embargo, no puedo evitar estar convencido de que hay algo que atufa en su concepto del amor.
Gracias a Dios, la más ruin de sus criaturas
puede jactarse de tener dos facetas en su alma:
una con la que se enfrenta al mundo
y otra que mostrar a una mujer cuando la ama.
Esto da por supuesto que la combatividad es la única actitud posible hacia el mundo en general. ¿Por qué? Porque el mundo es cruel, diría Browning. Porque no te aceptará con el valor que tú te atribuyes, diríamos nosotros. Una pareja puede formar, como hicieron los Browning, una sociedad de admiración mutua. Es muy agradable tener a mano a alguien que siempre va a elogiar tu obra, tanto si lo merece como si no. Y no cabe duda de que Browning se consideraba un buen tipo, todo un hombre, cuando denunció a Fitzgerald en términos nada moderados por haberse atrevido a no admirar a Aurora Leigh. Pero no me parece que esta completa suspensión de la facultad crítica por ambas partes sea verdaderamente admirable. Está muy relacionada con el miedo y con el deseo de encontrar un refugio contra las frías ráfagas de la crítica imparcial. Muchos solterones aprenden a obtener la misma satisfacción en su propio hogar. Yo viví demasiado tiempo en la época victoriana para ser moderno según los criterios del señor Krutch. No he dejado de creer en el amor, ni mucho menos, pero la clase de amor en que creo no es del tipo que admiraban los Victorianos; es aventurero y siempre alerta, y aunque es consciente de lo bueno, eso no significa que ignore lo malo, ni pretende ser sagrado o santo. La atribución de estas cualidades al tipo de amor que se admiraba fue una consecuencia del tabú del sexo. Los Victorianos estaban plenamente convencidos de que casi todo el sexo es malo, y tenían que aplicar adjetivos exagerados a las modalidades que podían aprobar. Había más hambre de sexo que ahora, y esto, sin duda, hacía que la gente exagerara la importancia del sexo, como han hecho siempre los ascéticos. En la actualidad, atravesamos un período algo confuso, en el que mucha gente ha prescindido de los antiguos criterios sin adoptar otros nuevos. Esto les ha ocasionado diversos problemas, y como su subconsciente, en general, sigue creyendo en los viejos criterios, los problemas, cuando surgen, provocan desesperación, remordimiento y cinismo. No creo que sea muy grande el número de personas a las que les sucede esto, pero son de las que más ruido hacen en nuestra época. Creo que si comparásemos la juventud acomodada de nuestra época con la de la época victoriana, veríamos que ahora hay mucha más felicidad en relación con el amor, y mucha más fe auténtica en el valor del amor que hace sesenta años. Las razones que empujan al cinismo a ciertas personas tienen que ver con el predominio de los viejos ideales sobre el subconsciente y con la ausencia de una ética racional que permita a la gente de nuestros días regular su conducta. El remedio no está en lamentarse y sentir nostalgia del pasado, sino en aceptar valerosamente el concepto moderno y decidirse a arrancar de raíz, en todos sus oscuros escondites, las supersticiones oficialmente descartadas.
No es fácil decir en pocas palabras por qué valora uno el amor; no obstante, lo voy a intentar. El amor hay que valorarlo en primer lugar —y este, aunque no es su mayor valor, es imprescindible para todos los demás— como fuente de placer en sí mismo.
¡Oh, amor! Qué injustos son contigo
los que dicen que tu dulzura es amarga,
cuando tus ricos frutos son de tal manera
que no puede existir nada tan dulce.
El autor anónimo de estos versos no buscaba una solución para el ateísmo, ni la clave del universo; estaba simplemente pasándoselo bien. Y el amor no sólo es una fuente de placer, sino que su ausencia es una fuente de dolor. En segundo lugar, el amor hay que valorarlo porque acentúa todos los mejores placeres, como el de la música, el de la salida del sol en las montañas y el del mar bajo la luna llena. Un hombre que nunca haya disfrutado de las cosas bellas en compañía de una mujer a la que ama, no ha experimentado plenamente el poder mágico del que son capaces dichas cosas. Además, el amor es capaz de romper la dura concha del ego, ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro. Se han dado en el mundo, en diversas épocas, varias filosofías de la soledad, algunas muy nobles y otras menos. Los estoicos y los primeros cristianos creían que el hombre podía experimentar el bien supremo que se puede experimentar en la vida humana mediante el simple ejercicio de su propia voluntad o, en cualquier caso, sin ayuda humana; otros han tenido como único objetivo de su vida el poder, y otros el mero placer personal. Todos estos son filósofos solitarios, en el sentido de suponer que el bien es algo realizable en cada persona por separado, y no sólo en una sociedad de personas más grande o más pequeña. En mi opinión, todos estos puntos de vista son falsos, y no sólo en teoría ética, sino como expresiones de la mejor parte de nuestros instintos. El hombre depende de la cooperación, y la naturaleza le ha dotado, es cierto que no del todo bien, con el aparato instintivo del que puede surgir la cordialidad necesaria para la cooperación. El amor es la primera y la más común de las formas de emoción que facilitan la cooperación, y los que han experimentado el amor con cierta intensidad no se conformarán con una filosofía que suponga que el mayor bien consiste en ser independiente de la persona amada. En este aspecto, el amor de los padres es aún más poderoso, pero en los mejores casos el sentimiento parental es consecuencia del amor entre los padres. No pretendo decir que el amor, en su forma más elevada, sea algo común, pero sí sostengo que en su forma más elevada revela valores que de otro modo no se llegarían a conocer, y que posee en sí mismo un valor al que no afecta el escepticismo, por mucho que los escépticos incapaces de experimentarlo atribuyan falsamente su incapacidad a su escepticismo.
El amor verdadero es un fuego perdurable
que arde eternamente en la mente.
Nunca enferma, nunca muere, nunca se enfría,
nunca se niega a sí mismo.
Bertrand RUSSELL, La conquista de la felicidad.
Desde la intimidad de mi tordera, blanca como el común de todas ellas y pequeña para albergar un envés nada pomposo, me atrevo a argumentar contra el amor verdadero, perdurable, romántico y en el fondo, misógino.
ResponderEliminarEse amor reservado para una masculinidad mal construida. Ese amor que es siempre sinónimo de dolor y experiencia de muerte. Que surge del enamoramiento ciego, que muere siempre de manera trágica. Que solo sirve para construir dramas literarios o, a lo peor, sátiras.
Es una amor fundamentado en la renuncia a partir de la destrucción de los individuos que lo práctican, un amor que implica la construcción de un ideal por encima de las personas (hasta que la muerte los separe!) y lo que es peor, de la realidad. Un amor al que se sirve y rinde pleitesía cultural para dar forma a la apariencia cotidiana.
Pienso, desde mi pequeña tordera, en un epitafio en tumba también de marmol: "estuvieron juntos hasta que la muerte los separó" a loque habría que añadir un asterisco y debajo, al pié de la lápida añadir: el la corneo vilmente todo lo que pudo. ella no lo hizo porque la sociedad no se lo permitió, pero lo hubiera hecho de buen grado si hubiera tenido ocasión, pues aunque lo acompañó hasta el final, no pudo dejar de sentir asco todos y cada uno de los días.
Reflexiono en mi tordera, en ese espacio en blanco en el que arrojamos parte de nosotros mismos a diario que, frente a ese amor romántico de raíces victorianas la construcción a partir de afinidades, sin renuncias, desde la aceptación mutua y el respeto, descubriendo en el otro a partir del diálogo, fortaleciendo la cooperación y los lazos afectivos a partir de una cotidianeidad en la que se abre camino la comprensión. Con proyectos comunes a partir del respeto a los proyectos individuales, con mayor afecto a medida que se produce un mayor conocimiento mutuo. Desde la concordia, desde la amistad sincera.
Aumppffff, ya cayó con chapoteo incluido y refrescante chapuzón del trasero.
Que agusto me he quedado.
Saludos a Mr. Zanjas en este caso, desde mi tordera.